Todos aman la historia del artista incomprendido y solitario, en especial si ésta acaba en tragedia o si el sujeto en cuestión no fue valorado o reconocido en vida como lo fue después de su muerte. Compadecerse del dolor y de la pena; curiosear entre la superficie de los hechos documentados de su vida para sentir que entendemos. ¿Será que te hace sentir mejor con los resultados de tus decisiones, con los caminos de tu propia vida? O quizá es pura empatía. Es fascinante conocer al respecto, es entretenido conspirar al respecto, alucinar inexistentes vertientes dentro de la misma historia, proyectarnos como el posible héroe si hubiésemos sido parte de la historia. Es simplemente intrigante.
En este tipo de casos la obra del artista incluso puede aumentar su valor en el mercado debido a la desgarradora, fulminante e irremediable historia que resurge de los escombros. De cierta manera, al mundo del arte le conviene una vida miserable, con detalles lo suficientemente ocultos para desmentirlo. Existe un listado largo con varias personalidades que podrían ser catalogados como ese artista incomprendido y al final de ésta se encuentra escrito en diamantina púrpura el nombre de Henriette Theodora Markovitch, mejor conocida como Dora Maar.
Esta publicación no es una clase de historia del arte, es más bien una opinión desde mi relación parasocial con ella desde lo poco que se conoce sobre la vida personal de esta pionera de la fotografía surrealista.
Nuestro vínculo emocional se formó al conocer su trayectoria personal más allá de su vida profesional. Innegable su visión original, adelantada a su época. El hecho de que haya explorado tan libremente el área del arte en diferentes disciplinas, teniendo tan claro lo que quería comunicar, sobresaliendo en la fotografía por su composición y lenguaje es admirable.
Sé que la evolución de su infancia en una familia disfuncional con un papá misógino que dedicó su matrimonio para humillar y violentar verbal y físicamente a la madre de Dora, fue algo que la hizo resentir a su madre por el resto de su vida al percibirla como sumisa y nunca defenderse; desear siempre su muerte pero sentirse culpable al encontrarla en casa sin vida, aún con el teléfono en mano de la última llamada que tuvieron. A su padre lo terminó retando con miradas desafiantes desde pequeña. Con odio demostraba su desaprobación y desilusión.
Terminó sintiéndose responsable de las heridas de su madre, como si los papeles se invirtieran y fuera la hija quien tuviera que cuidar de la madre, pero fracasara en el intento.
Desde mi punto de vista, Maar fue encerrada mientras fantaseaba con la libertad en cuatro ocasiones durante toda su vida.
Encerrada por primera vez en su vida adulta, esta vez en contra de su voluntad debido a la segunda guerra mundial. Respetar el toque de queda para evitar volver a ser encarcelada por los nazis. Incluso las llamadas telefónicas causaban angustia por temor a recibir más malas noticias.
Se sabe que si no se sana el pasado, se repite en el presente y a Dora le sucedió lo que a su madre. Atrapada por segunda ocasión pero ahora en una relación co-dependiente, letal, manipuladora por un artista que aprovechaba a nutrir sus numerosas pinturas con retratos de ella, como vampiro absorbiendo su brillo y personalidad, dejándola sin nada. Siendo violentada por un narcisista a quien le manchaba el ego verla en alto, verla feliz, verla próspera en su elemento, la fotografía. Por lo que se encargó de reprimir sus ilusiones en el mundo de la fotografía para solo poder refugiarse en la pintura. No por gusto, pero por una salida más fácil que más discusiones y humillaciones.
Todo para luego perderse en sí misma al ser ignorada por la cobardía de un tipo que no tuvo el valor para terminarla cara a cara y optó por desaparecer. Y así, sin fundamento o explicación alguna y después de una de sus múltiples peleas, la relación se vuelve unidireccional (si no es que siempre lo fue). Como si nada nunca hubiera pasado, como si esos 7 años anteriores jamás hubieran sido escritos pero Dora estuvo ahí y lo recordaba todo.
Perdió su luz. Se convirtió en una mujer a tonos grises con una jornada de llanto que duraba el día entero. Su espíritu magnético se paralizó y abandonó su cuerpo que era cubierto tan solo por un camisón mientras se desvanecía en las escaleras con un alma ensangrentada.
Utilizada como musa, como si no fuera ella la artista.
Todos abandonaron a Dora, todos excepto su dolor, quien la arrinconó a manifestar ataques psicóticos. Únicos momentos en que abandonaba su casa para correr desnuda por las calles mientras sus lágrimas mojaban todo su rostro. Es fácil sacar de quisio a alguien. La receta es alejarla de los suyos, luego de su pasión y llamado interno, de su forma de expresión y creación favorita. El último paso es la fe. Se le aplasta con manipulación para convencerla de que no es nadie, no es nada. Así se apagaron las llamas de Dora Maar.
“Cuando me abandonó todos pensaban que me suicidaría. No lo hice para no darle esa satisfacción.”
Y aquí viene su tercer encierro, el asilo. Internada a la fuerza por su ex pareja, castigada con electrochoques y otros “remedios” de la época. Penitencia de rechazo y juicio hacia una mujer simplemente por sentir mucho.
¿El cuarto encierro? El auto-impuesto. Decidir pasar el resto de sus días con ella misma. Después de recibir la espalda de todos sus amigos en vez de una mirada compasiva y terminar en el olvido. Después de haber sido forzada al encierro en varias ocasiones, de sentirse invalidada, atrapada; quizá pensó que era su única solución.
Dora murió en su casa de Francia en 1997 a los 90 años. Me gusta pensar que en algún momento volvió a sonreír y se dice que en los 80’s retomó su pasión por la fotografía. Me gusta imaginar a Maar renaciendo en silencio y recuperando ese destello luminoso que le traía una cámara en mano con infinitas posibilidades.
No dejes morir a Dora Maar, investiga su vida y su obra, compra libros que hablen de ella, escucha podcast sobre su historia, inspírate con sus creaciones.